Filosofía Sapiencial

«Más allá de eso que llaman inteligencia, comienza la sabiduría».

Simone Weil

La Escuela promueve un modo de entender y practicar la filosofía que evidencia su íntima unidad con nuestro ser total y con nuestra vida cotidiana, así como su potencial transformador y liberador. Con este fin, busca vivificar y hacer accesible la “filosofía sapiencial”, una expresión con la que aludimos a aquellas filosofías de todas las épocas y culturas que han tenido como guía el ideal de la sabiduría, esto es, que se han orientado a la realización de los fines últimos de la vida humana y para las que el ejercicio de la filosofía compromete todas las dimensiones del ser humano, no solo sus capacidades intelectuales. Esta forma de entender y practicar la filosofía amplía y complementa el enfoque académico actualmente predominante e intenta recobrar, en contextos contemporáneos, el sentido integral y originario de esta actividad.

La filosofía sapiencial o la “ciencia de la vida”

La representación más generalizada de la filosofía —la que la hace equivaler a un saber eminentemente especulativo, de dudoso impacto transformador en nuestra vida cotidiana y que esgrime un lenguaje solo apto para especialistas— nos habla de cierta deriva de esta disciplina en nuestro entorno cultural, pero oculta el significado originario del término “filosofía”, la naturaleza de esta actividad en los inicios de nuestra civilización.

El término “filosofía” es de origen griego y significa amor o disposición a consagrarse a la sabiduría. A su vez, la sabiduría no se entendía como un saber meramente teórico, sino como un saber práctico, vital e integral, que incumbía al ser humano en su totalidad. Sabio era el que se esforzaba por comprender la verdadera naturaleza de las cosas, por ver el mundo tal como es, y el que vivía en armonía con esa visión, es decir, en conformidad con la realidad. Se consideraba que esta vida respetuosa con la realidad era la que satisfacía las necesidades más profundas del ser humano, la que favorecía la expresión de sus mejores posibilidades (la capacidad de pensamiento autónomo, el conocimiento propio y de nuestro lugar en el mundo, la libertad interior, la serenidad, el amor desinteresado…) y, por lo tanto, la que le permitía alcanzar la forma más elevada y estable de felicidad a la que podía tener acceso.

La filosofía era, para los antiguos, la consecución activa de la sabiduría así entendida; no era solo el esfuerzo crítico por avanzar en dirección a un conocimiento cada vez más radical y totalizante de la realidad, sino también, e indisociablemente, arte de vivir y ciencia de la vida.

Hasta tal punto la concepción más generalizada de la filosofía ha reducido el alcance de lo que esta significó en sus inicios, que cabe distinguir dos formas de entender la actividad filosófica que, aun compartiendo un mismo nombre, han tenido espíritus y talantes cualitativamente diferentes. Cierta tradición de filosofía se ha concebido a sí misma como una actividad eminentemente teórica o especulativa. Parte del supuesto implícito de que el filósofo no necesita transformarse a sí mismo para acceder al conocimiento filosófico. La otra empresa filosófica —que denominamos, para distinguirla de la anterior, filosofía sapiencial— se ha entendido, en cambio, como una actividad en la que lo decisivo no es la arquitectura conceptual en sí, sino el estado de ser que el filósofo encarna y propone; en la que ambas dimensiones —pensamiento y vida, conocer y ser— son indisociables.

 

Es la filosofía concebida como ciencia de la vida, la que nos puede dar una idea aproximada de lo que fue originariamente la filosofía en Occidente. La filosofía era entonces “sapiencial” pues orbitaba en torno al ideal de la sabiduría.

Desde nuestra perspectiva contemporánea, y debido al concepto de filosofía que ha llegado hasta nosotros, con frecuencia pasamos por alto que los filósofos de la antigüedad no eran profesores de filosofía ni profesionales del pensamiento. Las enseñanzas de Heráclito, Parménides, Pitágoras, Platón o Sócrates, las de los pensadores estoicos, cínicos, epicúreos, escépticos, neoplatónicos, etcétera, no eran meras teorías especulativas sobre la naturaleza última de la realidad; eran, indisociablemente, prácticas orientadas a la realización operativa de las posibilidades latentes en las estructuras profundas de todo ser humano, caminos de plenitud y de liberación interior. Los grandes filósofos de la antigüedad no se limitaban a elaborar y postular sistemas teóricos, sino que, ante todo, encarnaban en ellos mismos todo un modelo de vida e invitaban a los aspirantes a filósofos, a los amantes de la sabiduría, a adentrarse en una iniciación vital tras la cual no serían los mismos ni verían el mundo del mismo modo. Entendían que solo podía penetrar bajo la superficie de las cosas y vislumbrar las claves de la existencia quien había accedido a cierto estado de ser, quien se desenvolvía en un determinado nivel de conciencia. No se consideraba genuino filósofo aquel que se dedicaba a elucubrar teorías o hipótesis más o menos plausibles en torno a las cuestiones últimas, careciendo de un compromiso activo con su propio autoconocimiento. Eran la autenticidad y hondura del ser del filósofo las que garantizaban la profundidad de su visión.

Esta relación indisociable entre pensamiento y vida, conocimiento y transformación, era concebida por los filósofos de la antigüedad como una relación reversible. Consideraban que solo la persona íntegra, veraz, comprometida con su propia transformación profunda, puede alcanzar una mirada objetiva y penetrante y, por consiguiente, acceder a un conocimiento profundo de la realidad; que solo quien es veraz puede ser amigo de la verdad. Y consideraban, igualmente, que la filosofía no solo exige virtud, sino que es también la fuente de la virtud; que el conocimiento profundo de la realidad, en la medida en que disipa nuestra ignorancia existencial, es un saber operativo, que produce cambios radicales en nuestra vida, que nos transforma y nos libera.

La filosofía sapiencial, hoy

 

La filosofía, al quedar en su desarrollo histórico circunscrita prioritariamente a los ámbitos académicos, ha tendido a olvidar en nuestra cultura su originaria dimensión sapiencial, su trascendencia para la vida concreta —individual y social—. Buena parte de la filosofía académica se ha tornado abstracta e irrelevante para la vida. En los planes de estudio no se incluye el saber más necesario: el que incumbe al aprendizaje del arte de vivir. El anhelo y el sufrimiento humano han quedado, en buena medida, en manos de técnicos de la salud o del bienestar. En lo esencial, estamos abandonados a la improvisación.

La práctica de la filosofía sapiencial resurge, en este contexto, para dar una respuesta a lo que es una clara demanda social e individual, y al vacío espiritual y filosófico de nuestra cultura, que es origen de desorientación y de sufrimiento íntimo. Son cada  vez más las personas que buscan un espacio de diálogo abierto, respetuoso y no jerárquico, donde sus dificultades y preguntas sean abordadas desde una perspectiva que no sea clínica, médica ni estrictamente psicológica, sino existencial y filosófica. Por otra parte, el vacío espiritual señalado —que es el caldo de cultivo de las continuas ofertas y novedades que surgen en el campo del desarrollo personal (cada día oímos hablar de una terapia o de una teoría nueva que busca explicar las claves del sufrimiento y de la felicidad humanas)— ya no quiere ser llenado de manera improvisada ni dogmática, sino serena y racional, aprovechando más de 2500 años de reflexión filosófica y acudiendo a nuestras propias raíces culturales.

La filosofía ha de volver a ser guía y maestra en el complejo arte de vivir. El asesoramiento filosófico busca contribuir a a este objetivo.